Aquí se habla mucho de la lluvia
y del frío. Mucho de lo primero, exageran en lo segundo.
Ya llega el viento. A ese no lo
mencionan. Ha llegado el viento para quedarse, para hacer crujir los arboles
como las cuadernas de un barco en una tormenta, para que sea peligroso estar
bajo mis robles preferidos. Las vallas de madera se sacuden, adelante y atrás,
con mucha violencia, como un loco desesperado; las puertas cerradas se vuelven
inquietos relojes, toc-toc-toc, las ventanas silban, las cortinas esconden
fantasmas que las hacen ondear.
Y el ruido, es un... bramido, es
una constante que se arremolina y te golpea y te llena de ruido la cabeza, hasta que no oyes bien lo que piensas y te esta abrasando la piel. Es curioso, me decolora el pelo, me lo torna más rubio y blanquecino de lo que el inmisericorde sol español logró jamás.
El viento te empuja tan fuerte
que he impide andar hacia adelante o bien te tira de espaldas, mientras penetra
por las costuras de la ropa, te arremolina el pelo sobre la cara sin cesar,
como si fuese una broma que dura demasiado. Levanta ondas de agua hasta en los
charcos más pequeños. Sientes el remolino, le oyes y en un instante te está
sacudiendo furiosamente.
Hace oscilar el coche cuando está parado, lo sacude estando en marcha.
Por eso aquí, si además llueve, es inútil usar un
paraguas y nadie mira a nadie porque todos vamos destocados y empapados y no
hay nada que puedas hacer al respecto. A 50, 60, 70…80 kilómetros por hora, sin
descanso, llega el momento en que te preguntas que no pueda tirar, quebrar o arrastrar. Es como tener la fuerza del
mar golpeando por el aire.
Crea una inquietud que acaba por
ponerte muy nervioso, y porque no, te vuelve un poco loco. A finales del
invierno pasado veía brujas en las viejas y desnudas ramas de los grandes
árboles y cada día pasaba bajando la mirada. Acabé pensando en las creaciones
primitivas de los mitos y en lo mucho que se debía parecer a lo que yo estaba
experimentando.
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Es difícil, pero no imposible.