Hoy me ha llegado un libro de segunda mano. Amo los libros de segunda mano, porque creo que los libros viajan en un tren de tres vagones: tiempo, polvo y silencio, y su destino es alguien que cuando cierre la contraportada, se quede pensativo y lo acaricie distraídamente varias veces antes de dejarlo en la mesilla y apagar la luz.
Y los libros además, te hablan de otros libros, te susurran que existen, te tientan, y lo excelente, lo maravilloso es que suelen prometer... y cumplen. Con creces.
Este ha sido el caso, un libro encontrado en los deshechos de una mudanza "las Mejores Historias sobre Perros" según Gerald Durrell ( del que no tengo muy buena opinión, porque le he leído y ese autoproclamado gran amante de los animales a mi me parece un gran viviseccionista) me sugirió a Albert Payson Terhune y su novela sobre Lad, su perro. Solo quedaba en todo el país uno, de segunda mano, y lo recibí ayer. Que sensación de cariño, de encuentro, tenerlo entre las manos.
Compro libros, pero me da mucho más placer buscarlos en los mercadillos, e incluso por la calle (cuantos he encontrado junto a un alcorque, como he referido, en restos de una mudanza, o en un contenedor de obra lleno de cascotes...sobre papeleras! Los limpio y los desinfecto ( en cierta ocasión hallé una tanda salpicada de sangre!).
Siempre me estremece -no siempre para bien- encontrar un recuerdo perdido de su anterior propietario, como una foto, un ticket borroso, una postal o una dedicatoria, cuidadosas letras en tinta azul datando la fecha de compra del ejemplar o... párrafos subrayados que para mi carecen de sentido vital, pensamientos perdidos.
Los libros tienen un valor intrínseco, un valor per se, porque existen. En cierto mercadillo me podía llevar diez por un solo euro y me producía cierta desazón, déjà vu inmoral.
Será estúpido, pero no debo recurrir a las bibliotecas públicas. Me ocurría con el Biblio-Bus del barrio cuando era pequeña ( ¿alguien se acuerda de los Biblio-Buses?)...que me cuesta un penar tener que separarme físicamente de ellos y he de debatirme entre hallarlos de nuevo y comprarlos - claro,que ahora eso es pan comido con Internet y antes no- o bueno, no devolverlos y huir a Jamaíca.
Lo mejor que saqué del colegio en el que cursé condena fue "Krabat y El Molino del Diablo", que aun tiene estampado su sello oficial, sello que me procura una malevolente satisfacción mirar. Del Biblio-Bus salí llorando por tener que abandonar "Las Brujas", de Roahl Dahl. Ahora lo tengo, con las misma portada (sí, los niños huelen a caca). Y uno de los regalos más preciosos y especiales que me han hecho nunca es cierta edición de Edhasa del "Vellocino de Oro" de Robert Graves. Aún busco una edición muy comentada (excelentemente comentada) con los grabados de Doré de la Divina Comedia.
El libro que más me impactó de niña y que me animó a escribir no era mio y aún no lo es, aunque obre en mi poder. Está mal que lo tenga, lo se y lo siento, pero es un tesoro para mi.
Tres libros que me han pertenecido no tengo. Uno lo perdí en un banco - de los de sentarse- del Barrio del Pilar, otro lo quemé y el tercero nunca me lo devolvieron.
El primero, una novela de Henning Mankell que no me daba frío ni calor pero cuya portada ( un diablo patinando, de John Collier ) me gustaba mucho; el segundo era una de esos churros encuadernados, propagandísticos y tendenciosos, de César Vidal, que me daba asco guardar; el tercero se lo quedó mi primer novio, El Hobbit. No, el Hobbit no era mi novio, pero casi-casi.
En una ocasión me cancelaron una amistad acusándome- falsamente- de no haber devuelto un libro, sin embargo otra amistad la cancelé yo reclamando con agresiva vehemencia un tomo de Velazquez...
Libros...ya tengo las ediciones inglesas de Shogun y Tai-Pan, cuya censura tanto disgusto me causa.
Al menos hay un cuarenta por ciento de libros que he releído, y algunos, hasta cinco veces, ( "Al Este del Eden", de Steinbeck, por ejemplo) Es toda una experiencia ver como ellos no cambian y tú sí, y sentir como tus emociones han variado, como han girado tus puntos de vista, en definitiva, como ha pasado el tiempo sobre uno y no sobre ellos, que son eternos. Tres, cuatro lecturas, y ninguna la misma. Pero tienes la misma portada doblada y gastada entre las manos.
Lo de los dichosos Kindles y esos engendros son para gente que quiere tener mil quinientos libros en 10 x 15 centímetros y que no tienen ni uno físico solo en su casa, ni ganas. Es el horror, el fin del respeto, de la magia y de lo diferente, el abismo hacia una centralización procesada, el formato ya no de usar y tirar, sino peor, de acumular e ignorar. Bendito Gutenberg, que poco ha durado su maravilloso invento, y creo que tampoco se ha aprovechado, ni por asomo, tanto como se debiese.
A mi me entra el sarampión menuíto de imaginarme que dejan de editar y que me veo condenada a mirar otra puta pantallita. A que el tacto de las hojas sea un recuerdo, e incluso su olor, a sopesar el peso, el tamaño de la letra, donde lo encontré, dónde lo compré, momentos bonitos, o diferentes, la Vida... Desde que creo que esto es posible, me corto menos y acumulo más, no se cúanto va a durar.
Sin mis libros no podría reírme de mi misma, como aquella vez, con once años que encargué, muy seria yo, en una librería de Cuatro Caminos algo titulado "El Club de la Kripto- Amnesia" junto a una biografía de James Dean, toooma. Tampoco podría llorar de frustración, como me ocurrió al salir de una librería inmensa y completísima de la Plaza de la República, sabiendo que las Vidas de Vasari las había dejado atrás por 10 Euros y porque mi italiano no da, ni mucho menos, para leer a Vasari. Ni recordarme en los mercadillos de Laredo, en una mañana de luz clara y con olor a salitre en el aire, paseando y ojeando tomos, que momento tan bonito, tan sencillo.
Pero vamos, que mejor lo expresa Arturo Perez- Reverte que yo:
Libros, ay, mis libros....